1. Nuestro primer encuentro lo recuerdo entre brumas. Aunque nada que ver con las historias de fantasmas que se escuchan en el Interior. Lo que llamaba la atención, e incluso asustaba, era aquella forma desafiante de levantar la barbilla, posando escopeta en mano, muy bien vestido, con una fusta y botas de cuero marrones que le llegaban por debajo de la rodilla. Hacía, sin querer, que uno pensara en la muerte. Y sé bien a lo que me refiero. No era una sensación vaga. Podía derribarte si es que osabas sostener su mirada. Creo que fue enviado a nuestro lado con el objetivo de demostrar lo ridículo que es dejar este plano de existencia si no tienes una verdad a la que agarrarte, el lado más banal de desaparecer. Porque como la res que, con los ojos desorbitados, mira el cuchillo del sacerdote que se introduce en su garganta, uno puede transformarse y acceder a la forma divina. O así pensaba entonces, embrujado por promesas de la nueva encarnación acuática.
Sigo sin saber, la verdad, qué significa O.A.S.Y.S. Para mí representaba una forma de hacer las cosas: un comando de operaciones que realizaba como un autómata, sin necesidad de poner en juego la voluntad. Y no quiero decir que estuviese poseído. No recuerdo haber firmado pacto alguno. Igual me expresé mal. Con todo, la palabra “embrujado” no hace honor al profundo amor que motivaba mi entrega. La esperanza de estar contribuyendo con la construcción de aquella pileta al nacimiento de una nueva era: el tiempo que, terminada la República, curaría todo el mal del mundo, después de la necesaria destrucción vivida en la guerra. Él contribuía al misterio. Le gustaba mostrarse críptico. Algo que es, siempre, muy valorado en nuestro pueblo. En sus charlas mezclaba religión, historia y economía. O.A.S.Y.S., decía, encarnaba un modelo de abastecimiento espiritual y de salvación material: una transferencia de bendiciones mezclada con la esperanza, en la línea del horizonte, de la llegada a un destino tan incierto como esperado. La piscifactoría, le escuché varias veces decir, significaría una revolución permanente: el final de una economía abocada al colapso, en la que hombres y mujeres se peleaban por bienes de consumo.
Desde que nos conocimos, soñaba a diario con ver su plan convertido en realidad. Como muchos otros, estaba seguro de estar enfrascado en la obra más grande de su género, el segundo Arca de Noé, según sus palabras: un criadero que era, a la vez, una lujosa pileta recreativa. Todo era alegría y trabajo duro. Nos inspiraba la misma fe que animó a los primeros cristianos a partir en busca de la luz en la noche profunda del paganismo, en medio de un desierto más opaco que cualquier selva. Primero se trató de la sensación de estar atravesando una tarea más grande que uno mismo, inquietud propia sobre un fondo de amor impersonal. El tipo de llamado universalista que encoge el estómago. Más tarde llegaron los arrebatos y la devoción que vivimos en la privacidad de sus sermones, palabras con eco, en aquel verano en que lo acompañé al Chaco, empujado por la misma pasión que sentían los colones que cruzaron el mundo para hacer de la sumisión a la tierra su libertad. En aquel viaje me rendí a sus dotes pastorales. Llamaba la atención su habilidad para adoptar distintas perspectivas, para cambiar de forma, como un depredador que se apropia de la mirada de su presa y, anticipando dudas ajenas, dirige sin dar la sensación de dirigir nada. Me hacía feliz servirle. Daba igual que eso significase cargar sus armas a la espalda, sin esperar recompensa, sin medida ni cálculo, que transportar pesadas piedras, cavar zanjas o mover montañas de tierra.
Con la obstinación que nos movía, las obras marchaban por encima de la media de cualquier obra que la comuna emprendía. Para él, sin embargo, no se trataba de una competición. Nuestra práctica, repetía, estaba inspirada por otros motivos. A nuestras espaldas nos tiraba el arrojo de los primeros santos, de los prístinos que intercambiaban clandestinamente signos dibujados con un dedo. Para la época de sus conferencias públicas, ya todo el mundo le saludaba en la calle, en parte gracias al dinero que gastaba en bares y restaurantes. Nunca para hacerse el ostentoso o emborracharse, sino para demostrar que aquellos billetes tenían valor en tanto que era gastados y creaban comunidad. Recuerdo bien la primera charla en el pueblo, cuando habló de la almendra mística. Entusiasmado, parecía predicar en el desierto, a las orillas del Jordán, aprovechando la segunda vida que la providencia le había regalado. O eso es, al menos, lo que ahora pienso, después de escuchar en el pueblo varios chismes que le situaban en la resistencia, en la guerrilla del norte de Italia, combatiendo a los fascistas. Otros, en cambio, le recuerdan como alguien que huía, al parecer de la mafia. Variaciones y repeticiones de lo diferente, que únicamente hablan del gusto por el delirio colectivo que anima las aburridas tardes de Cañada Rosquín.
Además de cuadricular la zona noroeste del pueblo, el plano de la pileta era el anuncio de una masa líquida todavía invisible, una zona ciega para el punto de vista vertical del ingeniero. Todavía un espejismo, que un día albergaría un Edén levantado sobre un sueño de humedad, en lo que entonces no era más que un pedregal yermo, apenas teñido por arbustos amarillos y plantas de forraje. Sobre el azul del cianotipo se perfilaban una serie de líneas paralelas y diagonales. La imagen recordaba a las huellas que dejan las grandes civilizaciones tras su desaparición. Aunque en realidad nada de eso importaba, comparado con la intensidad de flujos de vida llamados a surcar la pileta, el centro translúcido de una humanidad alternativa.
A veces, se le escapaba alguna palabra en su idioma. En el transcurso de la obra, por ejemplo, no paraba de referirse a la basílica de San Vital, en Rávena. Recreaba con gestos sus robustos muros de color ocre y cómo su planta jugaba con la vista, al hacer pasar los trazos cuadrangulares por trayectos circulares. Obsesionado, volvía una y otra vez sobre sus mosaicos, donde se topó por primera vez la figura del pez, la vesica piscis que aparece transfigurado en el escudo fundacional de Buenos Aires, según sus teorías. La multiplicación de peces, el final de la miseria y el banquete celestial se mezclaban en su relato, que arrancaba con los milagros de Jesús en el lago Tiberíades y, pasando por la llegada de Pedro de Mendoza al Río de La Plata, alcanzaba su clímax con él, con el sueño de crear una industria para un territorio llamado a nunca tenerla. El intento de juntar la cría de peces con la desnudez de los cuerpos que saltan y se retuercen en el agua. Empleo y ocio: pesca de vidas a la deriva y economía real, en un remanso de paz y bienestar que haría olvidar el agotamiento y la esclavitud del trabajo agrícola.
Era mágico escuchar aquellas misteriosas palabras en latín. Los chicos temblaban de vuelta a sus casas, cargando con la tarea de explicar a sus familiares en qué consistía aquel nuevo reino que estaba por arrancar en Cañada Rosquín, provincia de Santa Fe. Las largas jornadas de trabajo después de la escuela, que Di Silvestro obligaba a respetar, habían allanado el camino de la creencia. Trabajábamos hasta bien entrada la noche, seguros de estar invirtiendo la lógica del Litoral, la necesidad de ganarle más y más espacio al río. Entonces, el campo era rodeado por un silencio poblado. Removidos por los movimientos eróticos del agua, los peces saltaban en estanques anexos que fuimos construyendo. Qué miedo pasaba cuando cantaba el tero, cerca del amanecer, entre que terminaba de poner la última capa de cemento y encaraba el camino de tierra que lleva a mi casa. Ya en la cama, me costaba sumergirme en el sueño. Pasado de vuelta, lúcido y a la vez agotado, recorría con la mente la estilizada figura del Pez Rey. Repasaba mentalmente el brillo y la textura de sus escamas y color de su piel, como quien perfecciona una nueva forma de percibir.
El día de la inauguración estábamos todos allá. El pueblo entero expectante, intentando parecer elegante. Más de cien personas hacían cola para la inmersión. El salto definitivo de la preocupación por uno mismo a la sensibilidad ampliada. Íbamos, por fin, a componer el corazón múltiple: la posibilidad de un consumo transformador, un crecimiento directamente proporcional a la seguridad de una dicha sin precedentes, de la que también los incrédulos se beneficiarían. Fue el hijo de los López el que, animado por una fuerza extraña, se zambulló primero. Luego contó que tuvo miedo de rozarse con los peces que nadaban en la pileta. Según se sumergía, recordó que los peces no muerden, que a lo sumo acarician. Cuando volvió a la superficie era otro. Se le veía alegre, feliz de poder disfrutar de la sociedad O.A.S.Y.S., donde todo el mundo estaba llamado, como el sol, a entregarse por completo.
Después de la ceremonia, Di Silvestro saludaba a los más cercanos, a la espera del segundo descenso y la nueva encarnación acuática que había prometido. Por fin, cuando el día se acercaba a su fin, el sol suspendió su huida y el agua cambió de color. Pasó del azul turquesa a otro verde, similar al de un pantano burbujeante. La superficie se tornaba espesa. De repente, era imposible ver el fondo. Fue cuestión de segundos, pero creo que fuimos varios quienes lo sintieron. Tengo grababa la mirada limpia que me regaló mi amigo Arturo, al que perdí de vista en 1974, el año en que algunos dicen haber visto por última vez al italiano. Todavía conservó el regusto amargo de la única experiencia que puedo llamar transformadora. Incapaz de traducirlo a más palabras que estas líneas, prefiero cerrar los ojos, callar y respirar hondo. Quisiera volver a sentir ese movimiento al interior de la materia sagrada.
El día después trascurrió sin sobresaltos, disfrutando de un equipamiento que para muchos tenía tintes futuristas. El orgullo de contar, decían, con una pileta mejor que la mejor de Buenos Aires. La prueba de que, donde la llanura se hace litoral, el progreso material entraña un triunfo sobre una barbarie que amenaza con volver, vertiendo más sangre sobre la sangre. Y, sin embargo, tanto para mí como para los amigos que participamos de la obra, palabras como progreso nunca significaron gran cosa en comparación con la certeza de haber trabajado con nuestra alma por el bien, en una arquitectura vital que, como poco, merecía el título de sagrado. Recuerdo días enteros sin trabajar, tomando el sol o andando por la isla situada en el centro de la pileta. Saltar del trampolín y descender por el sistema de compuertas que permitía a los peces más chicos pasar de un estado de crianza a otro. A veces, en esas noches que el calor aprieta y cuesta dormir, el italiano se me aparece ataviado como un cristiano de las catacumbas. Entre dientes, transgrediendo alguna norma secreta, sonríe mientras se pasaba la mano por la cabeza, estirando su resistente pelo negro. Pero prefiero no seguir. Los años pasan y los recuerdos pierden vitalismo. Hago lo posible por olvidar lo inolvidable. En el pueblo, por lo demás, ya nada es lo mismo. Ojalá vuelva, pienso. Porque va a volver. Le pondría muy contento conocer la calle que lleva su nombre. Cerraría la boca de los que especulan con su muerte, después de volver a Italia. Sigo pensando que, como él anunció, el reino está próximo a volver.
Las imágenes tratan de no ahogarse, como finalmente sucedió con los peces. Se intoxicaron al contacto con una substancia que aspiraba a la eternidad. Me cuesta, en definitiva, reconstruir la magnitud de la transformación que vivimos, entregados a una filosofía muy antigua que no comportaba conocimiento alguno, sino una forma de existencia. Pero prefiero, decía, guardar silencio. Así que tan solo una imagen más. Llega el verano y buceo en la oscuridad de la pileta, hoy reconvertida en emblema de las fiestas de egresados y el ocio millennial. La luz cambia de intensidad bruscamente y, como sucede en los sueños, la oscuridad da paso a una iluminación interior, menos clara y no por ello menos límpida. Convertido en Pez Rey, veo cómo la línea del horizonte serpentea. Se borra y se dibuja de nuevo. Aparece y desaparece en puntos dispares e inesperados. Es un horizonte inestable, psicodélico. Por momentos, deja de tener forma de “H”. Deja de haber un arriba y un abajo delimitados. Ahora toma la forma de una “X” que gira y gira. El horizonte se inclina, como una cruz que rota conformando mundos superpuestos. En el centro brilla el punto ciego donde mi conciencia se hunde definitivamente, como un Narciso que se metamorfosea en lo idéntico. Imposible no confundirse con otro. Imposible no consumirse en el vacío.
2. En el rollo XXXIII vuelve a aparecer una serpiente. Ni vertical ni horizontal, se espiraliza. Máximo de movimientos en un mínimo de superficie: la boca abierta, colmillos a la vista, perfil en tinta negra contra un fondo garabateado de izquierda a derecha. Apenas hay espacio en la página. Forzando la vista, puede leerse: “Serpiente que los españoles llaman ampalga, pero los indios matio. Tiene mediante el aliento el poder de bajar las aves desde los árboles. Hace detenerse un ciervo y otro animal silvestre como también un ser humano, de modo que éste no puede seguir avanzando y llega a ser presa de la serpiente”. Fórmula que, con distintos disfraces, se repite. El susurro de un peligro manifiesto que acecha al voluminoso conjunto de rollos, con imágenes y sensaciones de los más de diez años empleados en una misión cerca de la actual Santa Fe. Semblanzas en verde, ocre y azules; en sus páginas Florián Paucke mezcla hombres, animales y plantas en un manual de botánica avant la lettre, un bestiario involuntario y un atlas de costumbres. La memoria de una profunda fascinación.
Temas y formas recurrentes, decíamos. Y no me refiero solo al motivo de la serpiente, ya interesante de por sí, sobre todo para la Historia del Arte, sino a esa línea de animalidad que se perfila sobre los indios, en sus placenteros entretenimientos, el cotidiano exuberante de aquellos que Pauke creía patronear. “Sus indios”, según él mismo. Hay otra lámina que lleva por título “Los indios saltan desde un árbol al agua y se buscan mutuamente debajo del agua”. La composición, no sólo por cómo está tratado el desnudo, es cuanto menos sorprendente; más cerca de las vanguardias que del siglo XVIII. Sugiere una forma de ocio sensual que Europa no conoció hasta siglos más tarde, con los viajes de Matisse al Norte de África. Por fuera de las convenciones artísticas de su época, ilustra unas vacaciones permanentes, la vida ciega al dolor, un oasis espacio-temporal donde nadie sabe lo que es el trabajo. Cuerpos rechonchos que se empujan para ver quien salta primero, cada vez desde más alto, desde la última rama de un árbol ya inclinado. Ensayan nuevas posturas para saltar al vacío y sumergirse en un río no tan distinto de una pileta color verde esmeralda. Son personas no del todo humanas, sin sexo definido. Cuelgan de las ramas. Motivo que, casi un siglo después, despertaría las más agrias discusiones, en el contexto de la teoría de la evolución y de otras lecturas científicas que recusaban la creación divina. En cada nuevo golpe contra la superficie del río, Paucke creía escuchar el mundo por primera vez. Caen del cielo. Hasta el fondo, van al fondo, se hunden en la profundidad sobre la cual todo reposa.
No hay referencias a la salud de su fe. O al menos en su diario no aparecen. En cambio, existe información del viaje que lo llevó de Lisboa a Buenos Aires. Fue lento y tortuoso. Semanas aburrido, a la expectativa, dando vueltas sobre la cubierta. Paucke estaba más interesado en intercambiar información con los marineros que en las exigentes rutinas que imponía su orden. “Sentía la mayor diversión en la contemplación del modo en que la luz del día asomaba poco a poco y el cielo se coloreaba de continuo hasta la clara aurora”. Pero ni una referencia a los exigentes ejercicios de Loyola, nada de imágenes multiplicadas, ni de sufrimientos evocados que se vuelven experiencia, carne. Soñaba con colores líquidos y horizontes infinitos, inundado de visiones de frontera poblada de animales y plantas.
Sigue agotado después de cruzar Europa, de Austria a España, con parada en Italia. Allí pasa primero por Bolonia y Rávena, donde hace cuánto puede por hablar italiano, “usando palabras heteróclitas que, al parecer, la gente llega a entender”, previo a embarcar en Livorno. Tras pasar por Sevilla, finalmente llega a Lisboa. Y desde allí embarca junto con 56 misioneros, un 20 de septiembre de 1748, en una flota de más de 50 barcos.
Varias semanas en Buenos Aires, hospedado en el colegio de los padres, y se dirige a Córdoba antes de poner rumbo a Santa Fe. En la ruta de las sierras, se siente menos asfixiado por el calor que por la visión plana del horizonte. La llanura le genera la sensación de ir adelante sin avanzar, de cruzar umbrales que no dirigen a ninguna meta. Paucke delira: piensa que el horizonte le persigue. Vive una sensación de loop que lo asfixia. Además, nunca llega a entenderse con la brújula, que le parecía insuficiente para navegar por aquel mar de percepciones. En un punto, decide entregarse a la nada y vivir la pérdida. Hace del extravío una forma estrategia para encontrarse. Años más tarde, los indios le comparten un secreto: el cielo, en verdad, no toca la tierra en ninguna parte, lo horizontal es sólo una fuerza práctica, una mutilación, una cicatriz separando lo que un día estuvo unido: cielo, tierra y mundo sumergido.
Al sexto día de viaje, la caravana se detuvo cerca del río, al abrigo del sol, en una zona de bajo monte donde los arbustos alcanzaban el tamaño de árboles. Son los escuálidos troncos que, en forma de serpiente, aparecen en otras ilustraciones de su libro. La humedad de la tarde deja paso a una noche que conduce al sueño resbaladizo, a la más profunda y material ensoñación. Lábilmente su consciencia se desvanece como un hombre de arena. El sonido del Pez Rey entrando y saliendo del agua, rimando con sus ronquidos sincopados. La baba resbala por su barbilla, dando cuenta de un profundo cansancio que prologa un estado líquido incipiente, un volverse anfibio. Debajo del agua, como en la llanura: poco importa saber calcular la posición relativa del sol, sus ángulos y grados de inclinación con respecto a otros planetas. De este modo, existir adopta la forma de una danza idiorítmica, un extravío tentacular sobre una superficie rugosa de equívocos y recovecos. Como la huella sumergida que dibuja nuevas alturas y nuevas depresiones, un continente flotando a la deriva, red de símbolos que giran hasta marearse.
Como lector de los clásicos que era, el jesuita sabía que navegar supone un movimiento mental que contempla un objetivo. Y a la vista de su labor en la reducción de San Javier, donde pasó 15 años con los indios mocovíes, parecería que su misión no era tanto guiar o salvar almas como hacer de aquel pedazo de tierra un puerto de abrigo, un hogar y un territorio donde estar a salvo del peligro. Para Paucke, la salvación era práctica y pasaba por la perfección técnica. El arte de salvarse en tierra hostil. Un saber pilotar que era, a la vez, una forma de curación colectiva. En San Javier le recibe el sacerdote Francisco Burgues. Entre llantos le acompaña hasta su choza, donde lo introduce a los caciques indios con los que acabará compartiendo lengua. No duda en cortar la tierra, dividiendo el trabajo entre los hombres. Acomete además el trazado de nuevas calles y la construcción de la iglesia. Se emplea a fondo contra la viruela hasta caer él mismo enfermo, y forma a toda una generación de artesanos, expertos herreros y carpinteros, así como fabricantes de velas y jabón. También instruye a un grupo de luthiers y músicos y con una veintena de ellos viaja a Buenos Aires. Las autoridades de la colonia los llaman para musicalizar las fiestas de San Ignacio. Dicen que el pueblo se volvió próspero, en parte gracias al comercio de lana y tejidos del que se ocupan las mujeres, quienes encarnan siempre el lado industrioso y reproductivo de toda labor evangélica.
Pauke comprendió rápido que cambiar de escala no solo obliga a modificar la perspectiva, sino también el horizonte. De la reducción de San Javier, tras su vuelta a Europa, apenas vuelve a haber comentarios en los libros de historia. Siempre que me cruzo con alguna referencia, es sobre el tiempo que el jesuita pasó allá, viviendo con los indios, en esa especie de arca cósmica, cápsula varada en territorio hostil, el mundo que se vuelve otro gracias a persistir. En 1796, por motivos que todavía hoy se desconocen, los jesuitas son expulsados de España y, por ende, de las colonias. Paucke es testigo de cómo Don Pedro de Miura confisca todos los bienes de San Javier. Los caciques mocovíes le acompañan en silencio hasta cerca de Buenos Aires, donde embarca rumbo a Europa. A bordo de un galeote portugués, se castiga todas las noches. Le da vueltas al hecho de que siempre estamos invadiendo el horizonte de alguien o de algo, sin poder hacer otra cosa que devorar.